Anteayer hojeé un buen libro: un volumen donde viene Bestiario y Deshoras, lo primero y lo último de Julio. Un círculo. Me detuve en el "diario para un cuento". Estaba un poco sensible y se me metió hasta la médula, como la mayoría de las veces que lo leo a Julio.
Esta noche estoy aquí, página en blanco delante, tratando de tomar yo también distancia de algún personaje, por último distancia del texto para poder mirarlo de lejos, poner el pulgar de lado o de frente, medir, mirar con ojo agudo y crítico y salpicar una palabra por aquí, cortar una de acá.
Y, por supuesto y tratándome de idiota, no puedo.
Me pregunto igual que él, e igual que millones de veces antes de saber que también él se lo había preguntado, por qué escribir. Para qué someterme a este martirio de estar sentado frente al lienzo, la hoja en blanco, la pantalla -misma cosa- tratando de tomar la distancia imposible, de encontrar un buen motivo para escoger escribir a no-escribir. En mi caso, ni siquiera elegir escribir a fumar, leer o escuchar un disco, sino sencillamente a no-escribir.
Y saber que no hay ninguna buena razón, que se escribe finalmente por escribir, que todo lo que se pone en medio (hasta lo contado) son excusas para formalizar, para vender. Pero se escribe porque se escribe, se escribe para abrazar la eternidad o algo así. Se escribe para no chuparse en el vacío y desaparecer devorado por la antimateria. Es una aspirina metafísica, aliviol, mejoral, una huevá que restaura la existencia, o por lo menos tranquiliza por el momento.
Se escribe esto, pudiendo escribir otra cosa, para dejar la otra cosa para mañana y poder seguir escribiendo. Jugando a que esto es arte cuando en verdad es más parecido a un vómito, que vaya a saber uno si es también arte, pero las más veces parece que no.
Alivia, de verdad que alivia. Pero, ay, que en algún punto aparte ha de detenerse uno y entonces el abismo. El abismo, el silencio, o la huevá que sea. Es eso mismo, la muerte del cuento, irse a dormir. Haber llenado la página o el pedacito de pantalla y haber juntado un conchito suficiente de tranquilidad como para cubrir el camino de la máquina a la cama y abrazar a la mujer o a la almohada, y si no es posible entonces abrazar la realidad en vez de la eternidad, cerrar los ojos y dormirse antes que la realidad le escupa a uno en la cara una dosis de aniquilamiento de la que ya no pueda uno sobreponerse, y entonces tendrá que levantarse, cubrir de vuelta la distancia y llenar otro poco el espacio inmenso, terrible y blanco de la vida.
¿Pero hasta cuándo?
Esta noche estoy aquí, página en blanco delante, tratando de tomar yo también distancia de algún personaje, por último distancia del texto para poder mirarlo de lejos, poner el pulgar de lado o de frente, medir, mirar con ojo agudo y crítico y salpicar una palabra por aquí, cortar una de acá.
Y, por supuesto y tratándome de idiota, no puedo.
Me pregunto igual que él, e igual que millones de veces antes de saber que también él se lo había preguntado, por qué escribir. Para qué someterme a este martirio de estar sentado frente al lienzo, la hoja en blanco, la pantalla -misma cosa- tratando de tomar la distancia imposible, de encontrar un buen motivo para escoger escribir a no-escribir. En mi caso, ni siquiera elegir escribir a fumar, leer o escuchar un disco, sino sencillamente a no-escribir.
Y saber que no hay ninguna buena razón, que se escribe finalmente por escribir, que todo lo que se pone en medio (hasta lo contado) son excusas para formalizar, para vender. Pero se escribe porque se escribe, se escribe para abrazar la eternidad o algo así. Se escribe para no chuparse en el vacío y desaparecer devorado por la antimateria. Es una aspirina metafísica, aliviol, mejoral, una huevá que restaura la existencia, o por lo menos tranquiliza por el momento.
Se escribe esto, pudiendo escribir otra cosa, para dejar la otra cosa para mañana y poder seguir escribiendo. Jugando a que esto es arte cuando en verdad es más parecido a un vómito, que vaya a saber uno si es también arte, pero las más veces parece que no.
Alivia, de verdad que alivia. Pero, ay, que en algún punto aparte ha de detenerse uno y entonces el abismo. El abismo, el silencio, o la huevá que sea. Es eso mismo, la muerte del cuento, irse a dormir. Haber llenado la página o el pedacito de pantalla y haber juntado un conchito suficiente de tranquilidad como para cubrir el camino de la máquina a la cama y abrazar a la mujer o a la almohada, y si no es posible entonces abrazar la realidad en vez de la eternidad, cerrar los ojos y dormirse antes que la realidad le escupa a uno en la cara una dosis de aniquilamiento de la que ya no pueda uno sobreponerse, y entonces tendrá que levantarse, cubrir de vuelta la distancia y llenar otro poco el espacio inmenso, terrible y blanco de la vida.
¿Pero hasta cuándo?