Hace varios días lo tenía pendiente y presente, y la deuda crecía como una tormenta o un hormiguero (silenciosa, amenazante). Hablar de los muertos es siempre crucial, nos jugamos en ello la vida que nos queda, la obligación histórica que después habrán de cumplir otros en favor nuestro, o en nuestra contra, dependiendo no tanto de quienes seamos sino de nuestra obra, del rastro de nuestras pisadas vergonzosas o geniales, aunque la mayoría de las veces más bien neutras.
Julio escribió y el crimen fue menor, como dice Lihn. Y no lo hizo para ser mejor ni para ganarse la vida, ni para atraer la luz sobre sí mismo o para inmolarse en la escritura como un mortal tatuaje o cicatriz. Escribió porque no podría no hacerlo, escribió por miedo a dejar de escribir, por deseo sexual, por hambre de ese pan y sed de esa agua. Escribió para seguir escribiendo, como un reflejo visceral, como parte de su metabolismo.
Escribió y al hacerlo se conectó con otros a los que antes ni sospechó, con el lector al otro lado de la novela; con ese hombre que, ahora que Cortázar ya está muerto hace años, lo lee y lo escucha y ve las pocas entrevistas televisadas. Y ve a ese tipo alto y fumador, de abrigo gris (aunque en esos televisores la realidad toda era gris) que habla y piensa, confiesa su miedo y su torpeza, su soledad, y sale del aparato una voz argentinofrancesa, una voz que no parece muerta y mientras uno lo oye es como si la muerte fuese solo un mito que jamás nos alcanza.
A través del tiempo escribimos y ponemos pasos y palabras en las huellas de Julio, miramos en la distancia su rastro entre nosotros, a Carol, y en ellos a Horacio, a la Maga, Talita, Francine y la polaquita, Manuel y Rocamadour, como un espejo o una foto familiar. Como una pista para buscar un sitio donde resistir y dejar el propio rastro que otro habrá de hallar.
Y así sucesivamente.
Julio escribió y el crimen fue menor, como dice Lihn. Y no lo hizo para ser mejor ni para ganarse la vida, ni para atraer la luz sobre sí mismo o para inmolarse en la escritura como un mortal tatuaje o cicatriz. Escribió porque no podría no hacerlo, escribió por miedo a dejar de escribir, por deseo sexual, por hambre de ese pan y sed de esa agua. Escribió para seguir escribiendo, como un reflejo visceral, como parte de su metabolismo.
Escribió y al hacerlo se conectó con otros a los que antes ni sospechó, con el lector al otro lado de la novela; con ese hombre que, ahora que Cortázar ya está muerto hace años, lo lee y lo escucha y ve las pocas entrevistas televisadas. Y ve a ese tipo alto y fumador, de abrigo gris (aunque en esos televisores la realidad toda era gris) que habla y piensa, confiesa su miedo y su torpeza, su soledad, y sale del aparato una voz argentinofrancesa, una voz que no parece muerta y mientras uno lo oye es como si la muerte fuese solo un mito que jamás nos alcanza.
A través del tiempo escribimos y ponemos pasos y palabras en las huellas de Julio, miramos en la distancia su rastro entre nosotros, a Carol, y en ellos a Horacio, a la Maga, Talita, Francine y la polaquita, Manuel y Rocamadour, como un espejo o una foto familiar. Como una pista para buscar un sitio donde resistir y dejar el propio rastro que otro habrá de hallar.
Y así sucesivamente.