La visión de aquella película (o "la mostración de aquella película"), haberla visto, vino a decantar otras mostraciones que emergieron durante la semana y que si no me hicieron llorar a gritos, fue solamente porque eso era lo que yo quería: llorar verdaderamente a gritos, y no podía cumplirse así-tan-fácil.
Hace años, en la esquina de Portugal con Carabineros de Chile, hay un niño que vende papas fritas naturales (paquetes plásticos de tres tamaños) y que parecen pequeños coladores (son planas y con hoyitos). Una vez compré un paquete de quinientos pesos y me fui comiendo papas fritas, y algo que quizás fue la suma del aceite que me embadurnaba los dedos y de la forma-de-colador que las papas tenían, me perturbó todo el camino, y cada papa que me comía fue como si algo de mí estuviese siendo colado a través de ese cedazo miserable y aceitoso. La ex-esposa de M. lo demanda, pone a sus hijos en su contra y le envia anónimos amenzantes, él no quiere involucrar a los niños y cede permanentemente para que nadie sufra lo que ya ellos sufren por el fracaso que supone el fin de la familia. Él pone todo de su parte, invierte toda su plata, posterga su vida amorosa; ella lo demanda y solicita el auxilio de la fuerza pública. Un pueblo entero pone su confianza en su pastor, reconoce que más allá de las diferencias políticas, Dios ama a su pueblo y lo quiere unido, libre, vivo. El pastor prohibe que se estudien y se enseñen las ideas del padre Sobrino, fiel servidor del mismo Dios a quien el pastor sirve. No sabe que cuando lo hace, los campesinos mejicanos miran el cielo y las luces de la ciudad y sienten una pena negra, no sabe que tras sus palabras de implacable corrección teológica el rostro de un pobre se crispará con el dolor de sentirse más solo. El jueves en la tarde en la esquina de Diagonal Paraguay y Portugal un hombre acostado de lado en el suelo se arremangaba los andrajos para meter las manos en un plato de comida, lo miré entero y ví que tenía los pies absolutamente destrozados (por eso no podía ponerse de pie).
Yo he pasado sin verlos, o los he visto y aún así he podido seguir mi camino. No importa cuánto me duela, porque no es mi dolor lo que los sana, lo que los acompaña. Hasta cuándo puede vivirse pretendiendo que nos comunicamos, que tomamos decisiones democráticas por el bien del pueblo, por el bien del hombre; cuando en verdad estamos metidos hasta el cogote en esta puta torre de Babel. Cómo se va a poder vivir tranquilos con amar a nuestra mujer, a nuestros hijos, con nuestra caridad de supermercado, con nuestro patriotismo de impuestos internos; cómo se va a poder vivir. Cuando hay uno que se está muriendo, uno que no puede ya con su tristeza, uno que busca y no encuentra, uno que llama y no se le abre; y yo, en este momento y en este lugar, no lo estoy amando a él. No lo estoy amando a Él.
Hace años, en la esquina de Portugal con Carabineros de Chile, hay un niño que vende papas fritas naturales (paquetes plásticos de tres tamaños) y que parecen pequeños coladores (son planas y con hoyitos). Una vez compré un paquete de quinientos pesos y me fui comiendo papas fritas, y algo que quizás fue la suma del aceite que me embadurnaba los dedos y de la forma-de-colador que las papas tenían, me perturbó todo el camino, y cada papa que me comía fue como si algo de mí estuviese siendo colado a través de ese cedazo miserable y aceitoso. La ex-esposa de M. lo demanda, pone a sus hijos en su contra y le envia anónimos amenzantes, él no quiere involucrar a los niños y cede permanentemente para que nadie sufra lo que ya ellos sufren por el fracaso que supone el fin de la familia. Él pone todo de su parte, invierte toda su plata, posterga su vida amorosa; ella lo demanda y solicita el auxilio de la fuerza pública. Un pueblo entero pone su confianza en su pastor, reconoce que más allá de las diferencias políticas, Dios ama a su pueblo y lo quiere unido, libre, vivo. El pastor prohibe que se estudien y se enseñen las ideas del padre Sobrino, fiel servidor del mismo Dios a quien el pastor sirve. No sabe que cuando lo hace, los campesinos mejicanos miran el cielo y las luces de la ciudad y sienten una pena negra, no sabe que tras sus palabras de implacable corrección teológica el rostro de un pobre se crispará con el dolor de sentirse más solo. El jueves en la tarde en la esquina de Diagonal Paraguay y Portugal un hombre acostado de lado en el suelo se arremangaba los andrajos para meter las manos en un plato de comida, lo miré entero y ví que tenía los pies absolutamente destrozados (por eso no podía ponerse de pie).
Yo he pasado sin verlos, o los he visto y aún así he podido seguir mi camino. No importa cuánto me duela, porque no es mi dolor lo que los sana, lo que los acompaña. Hasta cuándo puede vivirse pretendiendo que nos comunicamos, que tomamos decisiones democráticas por el bien del pueblo, por el bien del hombre; cuando en verdad estamos metidos hasta el cogote en esta puta torre de Babel. Cómo se va a poder vivir tranquilos con amar a nuestra mujer, a nuestros hijos, con nuestra caridad de supermercado, con nuestro patriotismo de impuestos internos; cómo se va a poder vivir. Cuando hay uno que se está muriendo, uno que no puede ya con su tristeza, uno que busca y no encuentra, uno que llama y no se le abre; y yo, en este momento y en este lugar, no lo estoy amando a él. No lo estoy amando a Él.