("Pero escribí, y me muero por mi cuenta
porque escribí, porque escribí estoy vivo" L.)
Puede haber sido la lluvia. Sí, seguro que fue la lluvia, y caminar debajo de ella (de la lluvia) como una sombra contenta, como una sombra. En las orejas Luar na lubre, en una mano el bolsillo y en la otra el maletín de cuero. En la cabeza la memoria fresca de la historia confusa de Julián y su espera (y sus árboles grandes y chicos), y la recaída en la psicosis infantil de sentir la propia vida como un relato, un relato ajeno: caminar hacia el metro -debajo de la lluvia- como una sombre contenta, como una sombra. Sobre todo, resulta tremendo saber, de pronto tener la certeza (aunque sea una certeza chica y antiquísima, siempre la misma) de que uno es más confuso y menos urgido que la otra gente del vagón, que la solución a esta angustia que uno trae apelotonada en la garganta (y su causa) no es el estrés -que lo hay-, ni el cansancio, ni la incertidumbre. Saber (y aferrarse a esa rama del árbol chiquitito) que la enfermedad es no-escribir, que uno está pálido, triste y cagado de frío porque hace tiempo que no escribe, y no se puede vivir así. Y ahora mismo, saber que mientras se escribe también se está cagado de frío, y un poco triste, y un poco pálido, pero es otra cosa. Una manera absolutamente distinta de estar igual que antes. Seguro que la lluvia (los cordelitos de agua) tiene que ver, y mañana en la mañana cuando camine otra vez por los mismos sitios voy a ser una sombra menos contenta y más oscura, una sombra que escribió.